Abril 18, 2021

Hoy me terminé el libro de Javier Moro, Las montañas de Buda. Tiene un componente fascinante haber estado en los lugares descritos en las novelas históricas. Este libro inevitablemente me acordó de mi viaje a la India cuando visité el templo del Dalai Lama en Dharamsala, a finales de 2019.

 

Mientras esperábamos que comenzaran las enseñanzas del maestro, las y los monjes tibetanos, Bhikkhunī Bhikkhu se abrían paso a empujones con las ollas enormes de Po cha, el té tibetano de mantequilla derretida que repartían entre los asistentes y yo me sentía abiertamente irritada y maltratada.

 

A pesar de la falta de comunicación verbal, el ademán que si tuviera palabras gritaría “quítese que este es mi cojín”, es universal. El empujón es empujón aquí y en Cafarnaúm, o para ser más exacta, aquí y en Dharamsala, y mostrar los dientes, a menos que sea un perro, significa una sonrisa. Todo esto es universal.

 

Y ese lenguaje universal, representaba para mí una falta de compasión que encontraba incoherente con el principio budista en el que esta es considerada un elemento esencial hacia el camino de la iluminación. Pensar en que el Buda de la Compasión es representado como una figura con mil ojos que ve el dolor en todos los rincones del universo y mil brazos para extender su ayuda a todos los rincones del universo, me hacía reír sarcásticamente. ¿Dónde estaban esos brazos para prevenir este atropello?

 

Como yo lo veía, la falta de calidez, gentileza, sonrisa y suavidad no eran la manifestación de su filosofía. Tan arraigada era mi creencia, que me preguntaba mientras me veía sometida a su trato brusco y desconsiderado: ¿dónde está la compasión que tanto predican como practicantes del budismo?

 

No me daba cuenta de que mientras los apuntaba con un dedo censurador, tres dedos estaban apuntándome a mi.  👉

 

Juzgué con ligereza mientras que yo, como occidental, sobresalía en el templo. No solo por mi atuendo que chillaba en medio de un mar de Kāṣāya, las ropas color azafrán de las y los monjes, sino también por ese arraigado y a veces no tan sutil sentido de tener-derecho-a, el cual me dispara el arquetipo de la víctima cuando alrededor de mí el funcionar del mundo no está alineado con mi sistema de creencias. Ahí estaba yo, juzgando y de alguna manera exigiendo una compasión que tiene como base el no juicio. Que ironía.

 

Hoy en día me río al recordar los empujones y la irritación que esto me producía. Y reflexiono en que este es solo uno más de los miles de momentos en los que por raticos, instantes, temporadas, olvido que mis creencias son sólo eso, creencias. Reconocer lo mucho que me cuesta navegar el temible terreno del no sé, no es cómodo, pero es parte de la sincerada que me tengo que pegar conmigo misma si quiero evolucionar. 

 

Mirando en retrospectiva, lo que yo estaba esperando era una consideración que no me había ganado, que es muy diferente de la compasión como la entiendo ahora. Y creo que el punto de toda esta reflexión es como yo salté a un juicio sobre la compasión, o falta de, cuando ellas y ellos simplemente viven como se han habituado a vivir y sobrevivir cada día.